La leyenda del falso traidor by Antonio Gómez Rufo

La leyenda del falso traidor by Antonio Gómez Rufo

autor:Antonio Gómez Rufo [Gómez Rufo, Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1994-01-01T00:00:00+00:00


VI

La muerte de César fue inevitable, Cino. Inevitable. Los proyectos de los mortales a veces obedecen a su propia determinación y otras son voluntad de los dioses, pero en uno y otro casos corresponde al destino la última decisión y cuando el destino habla las demás voces han de permanecer mudas. Bien lamento tener que contradecir a Epicuro y afirmar que algún poder sobrenatural debió intervenir en asuntos reservados a mortales, porque creo que aquel día no fuimos nosotros los únicos que actuamos para culminar el desenlace del magnicidio que sobrevino. Nuestras intenciones eran las más adecuadas; César había escrito su destino en las estrellas con su propia mano; los acontecimientos tenían necesariamente que precipitarse en esa dirección y en ninguna otra. Pero fueron tantas y tan extraordinarias las circunstancias que rodearon el suceso que, si los dioses no lo procuraron, al menos puedo jurar que ninguno de ellos movió un solo dedo para que las cosas ocurriesen de distinta manera. Sería justamente acusado de vanidad si no lo creyese así: no hay hombres perfectos, Cino, yo tampoco lo soy; sólo pueden ser perfectas las intenciones, y aquéllas juro por Júpiter que lo eran. Perfectas y además necesarias. Pero si el éxito de aquella empresa se produjo punto por punto de acuerdo a nuestros deseos, no sólo a nosotros se debió, sino al poder del destino, a la voluntad de los dioses o a la mediación de la potestad sobrehumana que entonces tejiera los hilos de la resolución del proyecto.

Bien saben todos los dioses inmortales, oh Cino, que yo no deseaba su muerte. Hasta el último momento confié en que César devolvería sus poderes al Senado y haría votos de sumisión a la República, que comprendería la inutilidad de sus aspiraciones y alcanzaría a ver que cuando el corazón arruina la razón, destruye también la fuerza de la ley y de la espada. Pero no lo supo ver o no quiso mirar; muy al contrario, cada día añadía una ofensa más al desprecio que sentía por todos cuantos no fueran sus leales sirvientes, un desafío mayor sobre la agotada paciencia de los romanos, un lance contra nuestra inteligencia y una provocación jactanciosa sobre quienes sin ser sus cómplices tampoco éramos sus enemigos. ¡Oh, Cino, cuánto llegué a esmerarme por su bien sin que él reparase en que le amaba y por ello le suplicaba que retrocediese! Ahora no sé si la muerte de César resultó una gran victoria o la más cruel de mis derrotas, porque mira a Octavio y a Antonio, peores aún que César, y además sin que nuestro afecto por ellos sea mayor que el que despierta en mí la más miserable de las alimañas. Pero aun así hube de hacer lo que hice, no quedaba otro remedio: la espada es la sentencia de los soldados, el juez de los desleales y la condena de los indignos. Nuestras espadas estaban prestas y afiladas y tan inquietas que no podíamos detenerlas en sus ansias por cumplir la misión



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